«Dice Nuestro Señor de sus Apóstoles que: «Son la sal de la tierra, y que si la sal se hace insípida, ¿con qué se le volverá el sabor? Para nada sirve, sino para ser arrojada y pisada por las gentes»… Esto mismo se puede decir del misionero; es la sal de la tierra por el ejemplo de sus virtudes, por su inmolación silenciosa, por su oración continua, por su vida penitente; es la sal, sí, porque, con todo esto coopera a la difusión del Evangelio, a la conversión de los pecadores, a la santificación de las almas».
Estudios y Meditaciones, f. 659.